sábado, 18 de octubre de 2014

CAPITULO 30



Sólo tres veces, en la vida de Pedro Alfonso, él podría decir que sintió verdadero miedo. Una vez, cuando Mariana tenía diez y se arrojó desde lo alto de una de esas trampas mortales en el parque infantil para conseguir la atención de Pablo. En serio creyó que la niña se rompería el cuello mientras volaba hacia la tierra.Pablo detuvo su caída.


La segunda vez fue cuando volvió a casa desde la escuela una tarde en diciembre y encontró la casa típicamente tranquila, demasiado tranquila. Algo dentro de él lo llevo a subir las escaleras a la habitación de su madre. La encontró fría y sin vida en su cama, todavía en su pijama de seda, una botella de píldoras de prescripción casi vacías sobre la mesa de noche. Hasta que comprendió que no había nada que él pudiera hacer para ayudarla, que estaba muerta, dejo de intentar de hacerla respirar.


Y mientras sostenía el cuerpo inerte de Paula en sus brazos, sintió la mordedura fría del miedo, por tercera vez en su vida.


—Esta es una situación totalmente jodida —dijo Mauro desde la puerta.


No levantó la mirada o siquiera pensó en quitarla aún de su pálido cuerpo en la cama. No había apartado la mirada desde que la enfermera salió y le preguntó si era familiar. Le contó que era el novio de Paula.


Conociendo a la maldita enojona, estaría cabreada por eso, pero no iba a arriesgarse a ser excluido de la habitación.


Y el infierno se congelaría antes de permitir que ella se despierte sola o con extraños.


Mauro se aclaró la garganta. —¿Estás bien? La enfermera dijo que era básicamente una herida superficial. Que estará bien.


Esa fue la buena noticia. La bala entró y salió limpiamente. 


La cicatriz sería mínima y si despertaba pronto, sería capaz de volver a casa con él.


—Ella... —Se aclaró el extraño bulto en su garganta—. Ella me empujó del camino, Mauro. ¿Qué demonios? Es mi trabajo mantenerla a salvo, y ella me empuja del camino y recibe una bala.


Mauro caminó despacio hacia la cama, mirando fijamente a la mujer dormida. Con una mirada de respeto tallada en sus duras facciones.


—Una bala que seguramente te hubiera golpeado en la espalda y herido gravemente.


—Sí —murmuró, pasando una mano por su mandíbula. Él todavía estaba aturdido, absolutamente asombrado—. Me empujó del camino.


—Lo sé. —Mauro le lanzó una sonrisa rápida—. Supongo que hubo un cambio de roles del que tu no estabas al tanto, ¿eh?


—No me digas. —Tosió una carcajada seca mientras estiraba su mano para retirar un poco la manta y cuidadosamente tocar su mano.


Entrelazó sus dedos con los de ella y la apretó suavemente


—. No sé si debo estar agradecido o enojado.


—Probablemente un poco de ambas cosas —respondió, mirando a sus manos unidas. Pedro sabía cómo se veía, pero no le importó. Ni siquiera cuando Mauro hizo la siguiente declaración—. Tienes sentimientos por ella.


No era una pregunta, era más como una observación, y Pedro no se andaba con tonterías. —Sí, los tengo.


Decir eso en voz alta no fue un hecho trascendental. 


Tampoco el hecho de que la había conocido por años. Tal vez sabía que esto pasaría cuando ella volvió a entrar en su vida la semana pasada, y sólo se fortaleció cuando ella tembló de gozo en sus brazos. Ahora que arriesgó su vida por él, tontamente así, no podía negar el calor construyéndose en su pecho, encerrando su corazón. No estaba seguro de lo que significaba, pero sabía que ella le quería decir algo.


Él esperó a que Mauro hiciera un comentario listillo, pero el hombre se limitó a asentir y luego dijo—: Es algo difícil no tenerlos cuando la pequeña dama se arrojó delante de una bala por ti.


Los labios de Pedro temblaron y no señaló que lo que crecía
dentro de él comenzó antes de sus payasadas de Mujer Maravilla. Su mirada cayó a donde su mano estaba sobre la suya. Tan pequeña y delicada...


—¿Necesitas algo de mí? —preguntó Mauro.


—¿Podrías conseguir el coche de alquiler de su oficina? —Cuando el hombre asintió, Pedro suspiró—. Eso es todo lo que necesito.


Mauro se detuvo en la puerta, pasando una mano por encima de su cráneo afeitado. —Ella es todo un mujerón, ¿no es así?


Su respuesta fue inmediata. —Lo es.

CAPITULO 29



Pedro sabía que la única razón por la que Paula fue con él y lo dejó escoger el restaurante sin argumentar fue porque todavía se balanceaba un poco en la mayor felicidad post-orgásmica. Lo que era bueno, porque quería comer en alguna parte donde conociera el lugar exacto de todas las salidas, el personal, y la ruta más fácil de entrar y salir. 


Nunca podía estar demasiado seguro, especialmente con la repentina aparición de Brent King.


Y debía admitir que la sonrisa satisfecha que llevaba tenía todo que ver con que él era la razón por la que ella se encontraba en ese estado de ánimo relativamente calmado. 


Pero, mientras esperaban a que llegara la comida y después de que Paula le hubiera hablado a una de sus clientes,se preguntó por las flores y lo que Mauro dijo la noche del sábado.


¿Existía un ex? ¿Alguien más?


Apretó la mano en un puño encima de la mesa ante la idea de alguien más estando con ella. No le gustaba para nada esa idea. En lo absoluto. Pero entonces, eso dejaba potencialmente afuera a alguien como Brent, y eso… sí, eso era peor.


Paula le dio la perfecta oportunidad cuando preguntó por el estado de los sospechosos que le proporcionó. Contándole sobre William y la Señora Ward, la observó intensamente. 


La decepción tiró de las comisuras de sus labios. No podía culparla por eso. Cuanto más rápido averiguaran quién estaba detrás de esto, mejor. Toda la situación se encontraba fuera de sus manos y él sabía que la volvía condenadamente loca.


—No seremos capaces de hablarle a la actriz hasta la siguiente semana y todavía estamos tratando de localizar a sus amigos, pero obviamente uno de ellos acaba de lanzar su culo a la cima de la lista — terminó, deteniéndose cuando sus platos llegaron. Permitió que ella tomara unos bocados de su ensalada antes de saltar a la pregunta más importante—. Entonces, ¿sabes quién te envió las rosas?


Ella sacudió la cabeza mientras encontraba su mirada. —No. En realidad pensé que eran tuyas. Quiero decir, no tengo idea de quién más podría enviarlas o que tuviera alguna razón. Así que, sí, eso fue un tanto incómodo.


La inquietud infectó sus entrañas. ¿Quién enviaría esa cantidad de flores y no tomaría crédito? Le creía cuando decía que no sabía, pero…


—¿Viste la florería de la que venían? —preguntó.


—No. —Suspiró, apuñalando un pedazo de pollo a la parrilla con venganza—. Entró y salió súper rápido, y estaba ocupada mirándolas… — Los ojos se le iluminaron—. Pero la recepción debe tener la información.
Cada vez que alguien entrega algo, ellos lo o la hacen firmar.


—Necesitamos conseguir esa información cuando regresemos.


Ella apretó las cejas y arrugó su pequeña nariz. —¿Por qué? ¿Crees que tenga algo que ver con el acosador? —Pareció llegar a la conclusión por su cuenta, porque su rostro palideció y dejó el tenedor a un lado—. Oh, Dios mío, ¿crees que fue él? ¿Quién me envió las flores? Eso es tan… tan jodidamente espeluznante.


Los labios de Pedro se torcieron ante la maldición, pero la
sonrisa rápidamente se escabulló cuando se dio cuenta de que el tema le robó el apetito. Parte de él odiaba haberlo sacado en ese momento, pero era demasiado tarde para cambiar eso ahora y tenía que hacer su trabajo.


Dejando los sexys momentos de diversión a un lado, Paula era un trabajo, y él estaba olvidando eso.


Sentándose, se frotó la cicatriz del hombro. Una extraña sensación se derramó en su pecho, haciéndole querer meterse en la cabina con ella y acunarla, al igual que en la cena de la última noche. El sentimiento tenía un nombre. 


¿Ternura?


Oh, mierda.


Ella dobló la servilleta en un pulcro triángulo. —¿Por qué esta persona destrozaría mi auto y mi departamento, y después me enviaría rosas? Eso no tiene sentido.


—No. —Tomó un sorbo de agua, mirándola por encima del borde—. No si se trataba de un cliente.


Paula frunció el ceño. —Tiene que ser un cliente.


—¿Sí? —Incluso con Brent estando aquí, algo no encajaba con él.


Sus labios, precisamente aquellos que él había estado besando no hace mucho, se separaron, pero la camarera se detuvo con la cuenta. La irritación pinchó su piel mientras se encargaba de la cuenta antes de que Paula pudiera. El ceño fruncido se convirtió en una mueca.

—Lo que está sucediendo aquí es personal —dijo, recostándose contra la cabina—. Al menos, eso es lo que mi experiencia me dice.


Moviendo la larga extensión de su cola de caballo sobre el hombro, sacudió la cabeza. —Creo que tu experiencia no ayuda aquí.


Le lanzó una mirada oscura. —Eso es dudoso.


—Bueno, estás equivocado. —Tomó su bolso y empezó a salir de la cabina—. Sabría si fuera de alguien personal, ¿no?


—Tal vez —dijo, siguiéndola. La línea de sus hombros era tensa. El instinto refunfuñó en él—. ¿Pero las rosas? ¿El rompimiento de todos tus artículos personales? Suena como a un ex novio y no como a un cliente cabreado.


Paula casi golpeó la puerta y salió al fuerte sol de la tarde. 


Las calles se encontraban llenas y ella caminaba rápido, pero Pedro la alcanzó con facilidad.


—¿Prisa por volver al trabajo? —preguntó, poniendo una mano en su espalda baja.


Ella lo miró con una expresión indescifrable. —Sí.


Mantuvo la mano en el lugar, un íntimo gesto que servía a dos propósitos. Sería capaz de reaccionar si alguien la apresuraba, y también calmaba su necesidad de tocarla, pero no era suficiente. Pasó el brazo por sus hombros, teniéndola cerca a su lado. —Necesito que seas honesta conmigo, Paula. Si es alguien personal, cambia todo.


Ella mantuvo su bolso cerca y lo miró, el movimiento forzándolos a detenerse en la acera, cerca de la concurrida intersección que llevaba a su oficina. —¿Cómo es eso? —demandó, ojos brillantes en esa estrecha mirada—. Un psicópata es un psicópata.


—No en realidad. —Recorrió las calles con la mirada y luego la bajó a ella, atrapando la suya. Ella fue la primera en apartarla, concentrando la vista por sobre sus hombros. La repentina sensación de que existía algo que no le decía fue difícil de ignorar—. Paula, cuando es alguien personal,
puede ser mucho más peligroso, ¿me entiendes?


—Sí, te entiendo. —Se colocó un pequeño mechón de cabello que se le escapó de la cola de caballo tras su oreja—. No estoy segura de qué quieres que diga. —Una bocina sonó, silenciándola por un momento—. No hay un hombre en mi vida. No ha habido uno por un tiempo, especialmente uno que esté así de molesto, y… —Dando una pequeña
sacudida a la cabeza, dejó escapar un suspiro—. No. Eso es una locura.


La atrajo más cerca, más cerca de su cuerpo. —¿Qué? ¿Qué estás…?


La boca de Paula se abrió y lo que fuera que iba a decir se perdió en una marea creciente y repentina de gritos y roncos chillidos. Empezó a girar, para proteger a Paula cuando un disparo sonó, sorprendentemente fuerte en el caos. Pero las pequeñas manos se posaron en su espalda, empujándolo, apartándolo. Tropezó en la acera. Por un breve segundo,
estuvo absolutamente estupefacto hasta que un suave grito envió fragmentos de hielo por su columna.


Los agentes policiales aparecieron de la nada, apresurándose a través del tráfico detenido, viniendo detrás de ellos y por el frente, sus oscuros uniformes azules casi negros en la luz del sol. Derribaron a un hombre cuando Pedro por fin puso las manos en Paula, rodeando con un brazo su cintura. Girándola, sintió que se movía sobre arenas movedizas. No podía creerlo. Se rehusaba a creer que ella lo apartó del camino.


—Paula, ¿qué demonios…? —Se calló, su cuerpo convirtiéndose en piedra.


Lo miró con ojos amplios y llenos de conmoción. En un horripilante silencio, observó la sangre rápidamente drenarse de su rostro y la luz escapar de sus ojos oscuros. 


No… no, no. Cerca de entrar en pánico, su mirada se precipitó sobre ella, y el corazón claramente se cayó de su
pecho. Una mancha roja apareció en su hombro izquierdo, extendiéndose con rapidez por el pecho de la chaqueta de traje color canela.


—Au —susurró, y sus pestañas revolotearon hasta cerrarse. 


El cuerpo quedó inerte en sus brazos.


—¡Paula! —gritó, acunándola contra su pecho mientras bajaba en la acera. ¡De ninguna jodida manera, esto no está sucediendo!—. Vamos, nena, abre los ojos.


Un grupo se reunía alrededor, pero apenas les prestó atención.


Colocando la mano sobre su hombro, hizo una mueca cuando sus dedos se cubrieron inmediatamente de sangre.


—¡Paula, abre tus malditos ojos!


Pero como era ya costumbre, no lo escuchó. No abrió los ojos.