viernes, 17 de octubre de 2014
CAPITULO 28
Pedro se veía increíble. No que eso fuera una gran sorpresa.
Su cabello oscuro se encontraba abajo, cayendo en suaves ondas que terminaban justo sobre sus hombros. Llevaba una vieja camiseta de la banda AC/DC y el oscuro y desgastado material se estiraba en sus hombros y pecho.
Había un bulto bajo su camisa, por la orilla. Estaba
cargado.
¿Cargado? Escúchala. ¿Desde cuándo se había convertido en pandillera? Su cerebro estaba frito, y la forma que en los vaqueros que él llevaba parecían estar cortados solamente a la medida de su cuerpo, no ayudaba.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Inmediatamente parpadeó ante lo grosero que le salió y no muy de ella. Era una pregunta estúpida. Se trataba de su guardaespaldas.
Aunque no podía pasar el rato en la oficina, la escoltaba a su trabajo y sabía que había estado cerca toda la mañana.
La mirada de Raquel fue afilada cuando salió en silencio de la habitación. Por otro lado, Pedro se veía imperturbable.
—Pensé que te gustaría almorzar hoy —dijo, caminando hasta su escritorio y al enorme conjunto de rosas.
Le tomó varios segundos responder. —Bueno, todavía no he comido, pero no tienes que venir…
—Me contrataste como tu guardaespaldas —dijo, su voz lo
suficientemente baja para no ser escuchada—. Por lo tanto, si vas a salir en público, tengo que estar contigo.
Sus pensamientos nadaban. Después de aquel fin de semana y ahora las rosas, parecía que había perdido algunas neuronas. —Me encontraba a punto de ordenar algo.
—No lo tienes que hacer ahora.
Curvó las manos en el borde de su escritorio. —Fui a buscar un café antes, y me encontré con Brent King.
Él miraba las rosas, pero su aguda mirada regresó a ella. —Él está en tu lista. He tenido un infierno de tiempo siguiendo a los amigos de las actrices. ¿Te habló?
Asintiendo, le contó sobre el intercambio, y basada en la forma que sus ojos se estrecharon, no parecía bueno.
—Ahora que sé que él está aquí, voy a hacer algunas búsquedas. — Miró de nuevo las rosas, frunciendo ligeramente el ceño—. Bonitas flores
—Así es. —Se sonrojó, dándose cuenta que no le dio las gracias —. Tú no, um, tenías que enviarlas, pero gracias.
La mirada azul hielo de Pedro cambió a la suya.
Tragó saliva. —Son muy hermosas, pero no estoy segura de por qué las enviarías. Quiero decir, ¿lo que sucedió entre nosotros? Bueno, te contraté para este trabajo, y eso es todo. —Mientras Paula continuaba divagando, las cejas de Pedro subieron en su frente. Ella se retorció en su asiento, odiando lo idiota que sonaba—. De todos modos, gracias, pero no debiste.
Un momento pasó y luego Pedro se inclinó, poniendo las manos sobre el escritorio. No pudo evitarlo, pero miró esos dedos largos y recordó cómo se sintieron dentro de ella. El calor quemó en su vientre.
Oh, Dios, esa no era la dirección a la que necesitaba que fueran sus pensamientos.
—En primer lugar —comenzó él, su voz todavía en un nivel
calmado—. Lo que sucedió entre nosotros la noche del sábado no tiene nada que ver con que tú me contrataras. Y adivina qué, tampoco fue la última vez.
Los ojos de ella se estrecharon a medida que abría la boca.
¿Cómo se atrevía a pensar que simplemente podía decir eso y que fuera verdad?
—Sabes muy bien que no lo fue —continuó, antes de que ella pudiera decir algo—. En segundo lugar, ¿esas flores tienen un nombre en ellas?
Ante el cambio de tema a uno un poco más seguro, miró la rosas. — Bueno, no, pero…
—Hubieran tenido una nota si fueran de mi parte. —Levantando una mano, acunó con sus dedos su barbilla. Su piel se estremeció ante el tacto, pero las siguientes palabras fueron como establecer fuego en su sangre—. Probablemente algo cómo no puedo esperar a probarte de nuevo, y no me refiero a tu boca.
Su respiración salió deprisa. Ningún hombre le había hablado alguna vez así. Y ninguna persona había sido capaz de dejarla sin habla.
—Así que, las flores no fueron de mi parte. —Dejó caer la mano, pero su boca remplazándola con sus dedos un segundo más tarde—. Pero estoy muriendo por saber quién las envió.
Sucedió tan rápido que ni siquiera tuvo la oportunidad de apartarse.
Al menos, eso era lo que se decía a sí misma. Sus labios rozaron su barbilla, tan suaves como uno de los pétalos de rosa a centímetros de ellos, y luego su boca estaba en la suya, besándola, trabajando en el borde de su boca hasta que separó los labios, permitiéndole entrar. Sabía a rico
café, a algo más pecaminoso y a todo él. Un gemido quedó atascado en su garganta cuando tocó el techo de su boca.
—Mierda —gruñó él, rompiendo el beso y apartándose.
Quedando jadeante y dispersa, lo vio ir a la puerta. ¿Se iba? Nop.
Cerró la puerta con llave, entonces la enfrentó. El hambre en la tensa línea de sus labios carnosos y expresivos, y la mirada pesadamente caída en sus ojos le robaron el aliento.
Se puso de pie, con las piernas débiles. —Pedro, ¿qué estás haciendo?
—No hables —gruñó, rondando la esquina del escritorio.
Sus ojos se ampliaron cuando la empujó de nuevo a su silla. —¿Perdón? ¿No hables? ¿Quién demonios…?
Su boca se encontraba en la de ella una vez más, pero ese beso…
Buen Dios, nunca antes había sido besada así. Los pensamientos de Brent King y rosas al azar se desvanecieron en un instante. Era como si estuviera afianzando un reclamo, marcándola como suya con su boca y lengua. No tenía idea de cómo era eso posible, pero se sintió reclamada.
Sabía que lo era. No hubo lucha, no cuando esa lengua rodaba en la suya mientras que la empujaba contra él.
Podía sentir su erección caliente ardiendo contra su vientre, empujando a través de las capas de ropas.
Pedro interrumpió el ardiente y fiero beso y enmarcó su rostro.
Colocó ligeros besos en sus mejillas y sobre su frente, empañando sus gafas. Sus manos se deslizaron por su costado y por un momento, olvidó dónde se hallaba y la preocupación anterior sobre que esto ocurriera de nuevo, y lo que significaría para ella. Su pulso corría mientras que
aquellos labios encontraban los suyos una vez más.
Como si estuviera tratando de conducirla hacia su absoluta
inconsciencia, elevó sus tácticas, deslizando las manos por la parte exterior de sus muslos, enviando corrientes de calor a través de ella.
—Estoy tan jodidamente contento de haberte convencido de comprar esas faldas —susurró contra sus hinchados labios—. Y te pusiste una hoy.Perfecto.
Antes de que pudiera preguntar por qué era perfecto hoy, sus manos se deslizaron por la piel desnuda de sus muslos.
Las medias eran trabajo del diablo, por lo que siempre renunciaba a ellas. Sintiendo las manos de Pedro vagando por sus caderas, bajo su falda, la dejaron caliente y febril.
Sus dedos se engancharon alrededor del frágil material de las bragas.
Un estallido de risas desde algún lugar fuera de su oficina la
sobresaltó, devolviéndola a la realidad. —Pedro —dijo entre dientes, agarrando sus muñecas—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Qué te parece? —Un brillo malvado llenó esos ojos azules.
Su agarre se apretó. —No podemos hacer esto.
—Sí podemos. —Saliendo fácilmente del agarre, le bajó las bragas.
Una amplia sonrisa estalló en su cara mientras ella se quedaba sin aliento—. Y lo haremos.
—¡Pedro! —susurró, latiéndole con fuerza el corazón.
¿Cómo terminaron en esa posición?
Le agarró las caderas y la levantó en su escritorio, las nalgas desnudas justo sobre el calendario. Nunca sería capaz de mirar de lunes a domingo de la misma forma de nuevo. O su escritorio. O su oficina. Pero entonces, le quitó las bragas, deslizándolas en el bolsillo de sus vaqueros
con un guiño.
El calor le inundó el rostro. —Pedro, de verdad…
—Tengo hambre. —La besó profundamente, robándole sus protestas.
—Entonces, vamos… —gritó quedamente, cuando un dedo rozó su humedad—. Entonces, vamos a conseguir algo… Oh, Dios —gimió cuando el dedo se deslizó en su interior—. Debemos ir a conseguir algo de comer.
—Estoy a punto. —Se sentó en la silla y se estableció justo entre sus muslos abiertos, trabajando con el dedo todo el tiempo—. Excepto que… quiero el postre primero.
¿Postre? ¿No podía gustarle el chocolate o el helado como a la mayoría de la gente?
—Esto es muy inapropiado —murmuró, pero no hizo ningún intento de detenerlo.
Él se detuvo, con la cabeza al nivel de la unión de sus muslos. —Oh, esto es totalmente apropiado.
Antes de que pudiera cuestionar su razonamiento, bajó la cabeza. Al segundo siguiente, su golosa boca se encontraba en ella, sus dedos extendiéndola de modo que su lengua se deslizaba profundo. La primera lamida la tuvo cerca de gritar mientras apretaba los bordes de la mesa.
Todo era una rápida espiral fuera de control. Se encontraba en el trabajo, por el amor de Dios, en la oficina para su trabajo de relaciones públicas, y tenía la cara de un hombre entre sus muslos y su lengua…
—Oh —jadeó cuando él succionó la sensible protuberancia—.Pedro.
Él gruñó contra ella, y su cuerpo se enroscó apretadamente. ¿A quién quería engañar? Las cosas no estaban fuera de control. Se encontraba completamente bajo su control. La comprensión fue tan espantosa como emocionante, y casi se derrumbó justo en el borde.
La pasión la consumía. Era demasiado, y en el mismo sentido, no lo suficiente. Echó la cabeza hacia atrás cuando él se adentró profundamente con la lengua. Violentas sacudidas de puro placer la recorrieron y se mordió el labio para no gritar, al punto de saborear su propia sangre.
La liberación la destrozó a medida que se rindió al placer, a su poder y control.
Cuando los temblores cesaron, Paula era una pila débil en su escritorio. A una gran parte de ella ni siquiera le importaba que hubieran hecho eso en su oficina. Justo ahora, no le importaba nada.
Inesperados orgasmos en mañanas tardías eran mejores que los ansiolíticos y relajantes musculares.
Pedro se levantó, tirando con cuidado la falda hacia abajo.
La levantó del escritorio, poniéndola de pie. La abrazó contra su pecho, como si supiera que existía una buena posibilidad de que sus piernas no la sostuvieran.
Presionando los labios en la esquina de su boca, sonrió
diabólicamente. —Ese fue el mejor postre que he tenido.
CAPITULO 27
Gracias.
Aquella palabra continuaba reproduciéndose una y otra vez.
Paula se sentó en su oficina, mirando el horario en la pantalla de su ordenador, pero sin ver realmente algo más allá de en lo que se encontraba enfocada su mente. O las imágenes que su cerebro seguía escupiéndole cuando no pensaba en la forma en que él le dio las gracias por darle a Patricio una vida digna.
Cada tantos minutos, la imagen de Pedro se formaba en sus pensamientos, completamente desnudo. El cuerpo del hombre estaba hecho para soñar despierta. La forma en que se puso de pie ante ella, con las piernas abiertas y los brazos a los costados, totalmente consciente de lo que le provocaba. Era un estudio masculino en belleza. Incluso la ruda cicatriz en su hombro y los numerosos cortes que cruzan su ondulado estómago se añadían a su atractivo. ¿Y lo que colgaba entre sus piernas?
Paula no era una virgen inexperta, pero podía contar con una mano con cuántos hombres estuvo. Ninguno de ellos se hallaba a la altura de la longitud y grosor de Pedro.
Dudaba que muchos hombres lo hicieran.
Y ningún hombre jamás ató sus muñecas.
Sus mejillas se sonrojaron mientras que su pulso latía entre sus piernas. No existía escapatoria al hecho de que se encendió por el acto, o que la emoción peligrosa de estar bajo el control de alguien más la incitaba. No fue la única razón para querer regresar el placer, pero… no importaba.
No podía importar.
Después de que la situación con su acosador psicópata fuera resuelta, Pedro se deslizaría de su vida como un fantasma y si caía un poco más profundo en su red de seducción, terminaría como su madre, fijada por el resto de su vida a un amor no correspondido.
Desafortunadamente para ella, había más en Pedro que sólo su abrumador atractivo sexual. Era increíblemente encantador cuando lo quería, siempre dispuesto, sino con ganas, de participar en un combate verbal, y parecía entenderla de una forma que la mayoría de las personas nunca lo hacía. Cuán importante era su trabajo para ella y cómo, a pesar de que sus tácticas eran un poco duras, trabajaban y mejoraban la vida de las personas.
Después de la desastrosa cena, él se detuvo en el camino de regreso recoger helado. Se lo comieron una vez que llegaron a su casa, y le habló, de todo y de nada.
Había pasado tanto tiempo desde que habló con alguien.
Mordiéndose el labio, se desplazó a través de su horario. No había reuniones esta semana. Raquel manejaba los medios de comunicación para una organización benéfica en la que Polla en una Caja participaba, pero tenía la sensación de que iba a ser asignada a un nuevo cliente. Un círculo local de prostitución de alto precio fue descubierto el fin de semana y se rumoreaba que varios políticos y deportistas se encontraban en las listas como clientes. El teléfono en la oficina dejó de sonar. Hora del control de daños.
Se pasó una mano por la cabeza y movió su cola de caballo por su hombro. Tenía un alijo de bandas de goma y prendedores en su escritorio, pero no sujetaba su cabello por completo. Era extraño sentir el peso de su cabello.
Un golpe en la puerta llamó su atención. —Entre.
La puerta se abrió y la primera cosa que Paula vio fue un montón de rosas. No una media docena o una docena, era un maldito montón de aterciopelados pétalos rojos y húmedos tallos verdes, cuidadosamente arreglados entre gipsófilas, y colocadas en el florero de cristal más grande que jamás vio.
Su corazón le saltó a la garganta cuando empezó a levantarse. —Eh, creo que estás en la oficina equivocada.
—¿Señorita Chaves? —preguntó el repartidor, sus jóvenes ojos asomándose por detrás del enorme arreglo—. Es usted, ¿cierto? Me dijeron que era esta oficina.
Se quedó con la boca abierta. —Esa soy yo, pero…
—Pero, estas son para usted. —Se dirigió hacia ella, colocándolas sobre el escritorio—. Con cuidado. Son pesadas.
Sus ojos recorrieron las rosas y las pequeñas flores blancas mientras se quedaba allí, en un estado de estupor. No veía una tarjeta, pero no se dio cuenta en ese momento. El repartidor ya se había ido.
Sentándose lentamente, se quedó mirando la magnífica y hermosa exhibición de rosas. Eso… eso tenía que haber costado un ojo de la cara y ni siquiera podía imaginar quién se las enviaría. Seguramente, no podía ser…
Definitivamente era hora de tomar un poco de aire fresco.
A pesar de que era cerca del almuerzo, se imaginó que un rápido paseo a la cafetería que quedaba dos tiendas de distancia sería perfecto.
Era eso, o sentarse allí mirando las rosas, preguntándose si Pedro se las envió. Lógicamente, tenía que ser él, pero ¿por qué haría eso?
El fin de semana pasado se le vino a la mente.
Poniéndose de pie, agarró su bolso y salió de la oficina.
Buscó a Raquel para ver si quería acompañarla, pero se encontraba actualmente perdida en acción, y continuaría de esa forma. Una vez afuera, se detuvo y odió que su nuevo hábito fuera comprobar todas las áreas de los alrededores antes de hacer algo. La hacía sentir… paranoica por buscar
personas sospechosas.
Por supuesto, no había nadie, por lo que hizo el rápido viaje a la cafetería. Ordenó un té helado, y justo cuando se dio la vuelta, una vez más, se quedó sin habla al ver a alguien que nunca pensó que vería de nuevo otra vez.
O al menos esperaba que no.
Brent King, el agresivo imbécil que se colgó de la actriz con la que trabajó, se encontraba de pie en una de las mesas redondas de la ventana, jugueteando con su teléfono.
Todavía no la había visto o tal vez sí, pero no la reconoció.
La inquietud floreció en su vientre. Sabía que tenía vínculos en D.C., pero verlo allí la ponía nerviosa, especialmente tan cerca de su trabajo. Lo primero que necesitaba hacer cuando viera a Pedro era contarle sobre Brent.
Se dirigió directamente hacia la puerta, como un velocista, y casi tenía la mano en la barra para abrirla cuando escuchó su nombre.
—¿Señorita Chaves?
Mierda.
Cerrando los ojos, jugó con la idea de ignorarlo, pero exhaló con fuerza y lo encaró. Por un momento, no pudo moverse o hablar, mientras él la miraba con abierta aversión. Antes, antes de toda la mierda, no la habría molestado, pero un escalofrío se apoderó de ella.
¿Y si era él y ella se encontraba justo allí?
Recomponiéndose, tragó con fuerza cuando levantó la barbilla. — Señor King, me sorprende verlo aquí.
Una mueca apareció en su hermoso rostro. —¿Por qué carajos estaría sorprendida? —respondió, y ella se estremeció, dándose cuenta de que las personas empezaban a mirar—. Sabías todos mis asuntos desde
antes. Sabes que tengo familia aquí.
Lo sabía, pero eso es lo que consigues por ser cortés. —Bueno, no puedo decir que es agradable verte, así que… lo que sea. —Se volvió hacia la puerta, pero sus palabras la dejaron helada.
—No puedo esperar a ver que tengas lo que viene para ti.
Paula se giró de golpe hacia él, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. —¿Qué significa eso?
Él se encogió de hombros mientras la pasaba, yendo hacia el mostrador. Le golpeó el hombro, un golpe duro. —Las perras como tú siempre consiguen lo que merecen.
Varios segundos pasaron mientras miraba fijamente la parte
posterior de su cabeza cuando volvía a prestarle atención al teléfono.
Entonces, se giró y rápidamente regresó su trasero a la oficina, de vuelta al montón de rosas.
Brent no podía haber sabido de lo que hablaba. Siempre ha sido un bocazas, pero ¿y si se trataba de una amenaza? ¿Una amenaza no tan velada? Realmente debía llamar a Pedro.
Todavía miraba las rosas cuando oyó el jadeo de Raquel desde la puerta abierta de su oficina. —Santa mierda, esas son muchas rosas — dijo, apresurándose para acercarse al escritorio a inspeccionarlas. Sus amplios ojos encontraron los de Paula—. ¿Esto tiene algo que ver con quien viene en el ascensor?
Paula se puso rígida, con un poco de miedo. —¿Quién viene en el ascensor?
—Un increíblemente sexy Pedro Alfonso.
Sus ojos se dirigieron de nuevo a las rosas. Era él, él le envió las rosas. Oh, Dios mío, no sabía qué pensar, pero su estúpido corazón alejado de la mano de Dios comenzó a moverse erráticamente en su pecho, incluso mientras un estallido de sudor cruzaba sus palmas y frente, y realmente, necesitaba estar pensando en Brent. La urgencia de levantarse y correr hacia la escalera fue difícil de superar. La única razón de que no lo hizo fue porque la reacción sería difícil de explicar a Raquel.
—Pensé que ustedes dos sólo eran amigos —demandó Raquel, y luego, con una voz mucho más baja, agregó—: Mujerzuela.
Le lanzó una mirada, un segundo antes de que una forma alta y amplia llenara su puerta. Su pobre corazón dio una voltereta mientras agarraba el borde de su escritorio. Si su corazón continuaba de esa manera, iba a tener un infarto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)