viernes, 17 de octubre de 2014

CAPITULO 27




Gracias.


Aquella palabra continuaba reproduciéndose una y otra vez.


Paula se sentó en su oficina, mirando el horario en la pantalla de su ordenador, pero sin ver realmente algo más allá de en lo que se encontraba enfocada su mente. O las imágenes que su cerebro seguía escupiéndole cuando no pensaba en la forma en que él le dio las gracias por darle a Patricio una vida digna.


Cada tantos minutos, la imagen de Pedro se formaba en sus pensamientos, completamente desnudo. El cuerpo del hombre estaba hecho para soñar despierta. La forma en que se puso de pie ante ella, con las piernas abiertas y los brazos a los costados, totalmente consciente de lo que le provocaba. Era un estudio masculino en belleza. Incluso la ruda cicatriz en su hombro y los numerosos cortes que cruzan su ondulado estómago se añadían a su atractivo. ¿Y lo que colgaba entre sus piernas?


Paula no era una virgen inexperta, pero podía contar con una mano con cuántos hombres estuvo. Ninguno de ellos se hallaba a la altura de la longitud y grosor de Pedro


Dudaba que muchos hombres lo hicieran.


Y ningún hombre jamás ató sus muñecas.


Sus mejillas se sonrojaron mientras que su pulso latía entre sus piernas. No existía escapatoria al hecho de que se encendió por el acto, o que la emoción peligrosa de estar bajo el control de alguien más la incitaba. No fue la única razón para querer regresar el placer, pero… no importaba.


No podía importar.


Después de que la situación con su acosador psicópata fuera resuelta, Pedro se deslizaría de su vida como un fantasma y si caía un poco más profundo en su red de seducción, terminaría como su madre, fijada por el resto de su vida a un amor no correspondido.


Desafortunadamente para ella, había más en Pedro que sólo su abrumador atractivo sexual. Era increíblemente encantador cuando lo quería, siempre dispuesto, sino con ganas, de participar en un combate verbal, y parecía entenderla de una forma que la mayoría de las personas nunca lo hacía. Cuán importante era su trabajo para ella y cómo, a pesar de que sus tácticas eran un poco duras, trabajaban y mejoraban la vida de las personas.


Después de la desastrosa cena, él se detuvo en el camino de regreso recoger helado. Se lo comieron una vez que llegaron a su casa, y le habló, de todo y de nada.


Había pasado tanto tiempo desde que habló con alguien.


Mordiéndose el labio, se desplazó a través de su horario. No había reuniones esta semana. Raquel manejaba los medios de comunicación para una organización benéfica en la que Polla en una Caja participaba, pero tenía la sensación de que iba a ser asignada a un nuevo cliente. Un círculo local de prostitución de alto precio fue descubierto el fin de semana y se rumoreaba que varios políticos y deportistas se encontraban en las listas como clientes. El teléfono en la oficina dejó de sonar. Hora del control de daños.


Se pasó una mano por la cabeza y movió su cola de caballo por su hombro. Tenía un alijo de bandas de goma y prendedores en su escritorio, pero no sujetaba su cabello por completo. Era extraño sentir el peso de su cabello.


Un golpe en la puerta llamó su atención. —Entre.


La puerta se abrió y la primera cosa que Paula vio fue un montón de rosas. No una media docena o una docena, era un maldito montón de aterciopelados pétalos rojos y húmedos tallos verdes, cuidadosamente arreglados entre gipsófilas, y colocadas en el florero de cristal más grande que jamás vio.


Su corazón le saltó a la garganta cuando empezó a levantarse. —Eh, creo que estás en la oficina equivocada.


—¿Señorita Chaves? —preguntó el repartidor, sus jóvenes ojos asomándose por detrás del enorme arreglo—. Es usted, ¿cierto? Me dijeron que era esta oficina.


Se quedó con la boca abierta. —Esa soy yo, pero…


—Pero, estas son para usted. —Se dirigió hacia ella, colocándolas sobre el escritorio—. Con cuidado. Son pesadas.


Sus ojos recorrieron las rosas y las pequeñas flores blancas mientras se quedaba allí, en un estado de estupor. No veía una tarjeta, pero no se dio cuenta en ese momento. El repartidor ya se había ido.


Sentándose lentamente, se quedó mirando la magnífica y hermosa exhibición de rosas. Eso… eso tenía que haber costado un ojo de la cara y ni siquiera podía imaginar quién se las enviaría. Seguramente, no podía ser…


Definitivamente era hora de tomar un poco de aire fresco.


A pesar de que era cerca del almuerzo, se imaginó que un rápido paseo a la cafetería que quedaba dos tiendas de distancia sería perfecto.


Era eso, o sentarse allí mirando las rosas, preguntándose si Pedro se las envió. Lógicamente, tenía que ser él, pero ¿por qué haría eso?


El fin de semana pasado se le vino a la mente.


Poniéndose de pie, agarró su bolso y salió de la oficina. 


Buscó a Raquel para ver si quería acompañarla, pero se encontraba actualmente perdida en acción, y continuaría de esa forma. Una vez afuera, se detuvo y odió que su nuevo hábito fuera comprobar todas las áreas de los alrededores antes de hacer algo. La hacía sentir… paranoica por buscar
personas sospechosas.


Por supuesto, no había nadie, por lo que hizo el rápido viaje a la cafetería. Ordenó un té helado, y justo cuando se dio la vuelta, una vez más, se quedó sin habla al ver a alguien que nunca pensó que vería de nuevo otra vez.


O al menos esperaba que no.


Brent King, el agresivo imbécil que se colgó de la actriz con la que trabajó, se encontraba de pie en una de las mesas redondas de la ventana, jugueteando con su teléfono. 


Todavía no la había visto o tal vez sí, pero no la reconoció.


La inquietud floreció en su vientre. Sabía que tenía vínculos en D.C., pero verlo allí la ponía nerviosa, especialmente tan cerca de su trabajo. Lo primero que necesitaba hacer cuando viera a Pedro era contarle sobre Brent.


Se dirigió directamente hacia la puerta, como un velocista, y casi tenía la mano en la barra para abrirla cuando escuchó su nombre.


—¿Señorita Chaves?


Mierda.


Cerrando los ojos, jugó con la idea de ignorarlo, pero exhaló con fuerza y lo encaró. Por un momento, no pudo moverse o hablar, mientras él la miraba con abierta aversión. Antes, antes de toda la mierda, no la habría molestado, pero un escalofrío se apoderó de ella.


¿Y si era él y ella se encontraba justo allí?


Recomponiéndose, tragó con fuerza cuando levantó la barbilla. — Señor King, me sorprende verlo aquí.


Una mueca apareció en su hermoso rostro. —¿Por qué carajos estaría sorprendida? —respondió, y ella se estremeció, dándose cuenta de que las personas empezaban a mirar—. Sabías todos mis asuntos desde
antes. Sabes que tengo familia aquí.


Lo sabía, pero eso es lo que consigues por ser cortés. —Bueno, no puedo decir que es agradable verte, así que… lo que sea. —Se volvió hacia la puerta, pero sus palabras la dejaron helada.


—No puedo esperar a ver que tengas lo que viene para ti.


Paula se giró de golpe hacia él, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. —¿Qué significa eso?



Él se encogió de hombros mientras la pasaba, yendo hacia el mostrador. Le golpeó el hombro, un golpe duro. —Las perras como tú siempre consiguen lo que merecen.


Varios segundos pasaron mientras miraba fijamente la parte
posterior de su cabeza cuando volvía a prestarle atención al teléfono.


Entonces, se giró y rápidamente regresó su trasero a la oficina, de vuelta al montón de rosas.


Brent no podía haber sabido de lo que hablaba. Siempre ha sido un bocazas, pero ¿y si se trataba de una amenaza? ¿Una amenaza no tan velada? Realmente debía llamar a Pedro.


Todavía miraba las rosas cuando oyó el jadeo de Raquel desde la puerta abierta de su oficina. —Santa mierda, esas son muchas rosas — dijo, apresurándose para acercarse al escritorio a inspeccionarlas. Sus amplios ojos encontraron los de Paula—. ¿Esto tiene algo que ver con quien viene en el ascensor?


Paula se puso rígida, con un poco de miedo. —¿Quién viene en el ascensor?


—Un increíblemente sexy Pedro Alfonso.


Sus ojos se dirigieron de nuevo a las rosas. Era él, él le envió las rosas. Oh, Dios mío, no sabía qué pensar, pero su estúpido corazón alejado de la mano de Dios comenzó a moverse erráticamente en su pecho, incluso mientras un estallido de sudor cruzaba sus palmas y frente, y realmente, necesitaba estar pensando en Brent. La urgencia de levantarse y correr hacia la escalera fue difícil de superar. La única razón de que no lo hizo fue porque la reacción sería difícil de explicar a Raquel.


—Pensé que ustedes dos sólo eran amigos —demandó Raquel, y luego, con una voz mucho más baja, agregó—: Mujerzuela.


Le lanzó una mirada, un segundo antes de que una forma alta y amplia llenara su puerta. Su pobre corazón dio una voltereta mientras agarraba el borde de su escritorio. Si su corazón continuaba de esa manera, iba a tener un infarto.

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