sábado, 25 de octubre de 2014
CAPITULO 46
Su corazón era como un colibrí en su pecho al momento en que salió de su nuevo restaurado Lexus y veía la casa de Pedro.
Mil cosas podrían ir mal con esto. Podría no estar en casa. Podría tener compañía —sus hermanos o cualquier otra persona. También podía cerrarle la puerta en la cara.
El estómago de Paula cayó como si estuviera en una montaña rusa, pero no iba a huir. Había acabado con huir y por eso se encontraba allí.
Habría venido la noche anterior, pero pensó que necesitaba tiempo para calmarse y ordenar sus pensamientos. Después de dos cubetas de helado y un horrible llanto, se desmayó de sueño y despertó esta mañana determinada. Se había equivocado y no huiría más de lo que sentía.
Por favor, Dios, no dejes que esto sea un enorme error.
Se dirigió hasta la calzada pavimentada, pasando las perfumadas primeras flores de verano. En el pórtico delantero, el mobiliario era prístino pero atractivo. Reuniendo todo su coraje, levantó la mano para tocar, pero la puerta se abrió antes de que pudiera llamar.
No fue Pedro quien abrió la puerta.
Patricio se quedó allí, con las cejas levantadas. Sus ojos se
encontraron y le llamó la atención lo similares que eran a los de Pedro.
—Señorita Chaves —Patricio dio un paso atrás, ladeando la cabeza—. Te ves como si… quisieras golpearle las bolas a alguien.
Las puntas de sus orejas ardieron. ¿Siempre andaba por ahí
viéndose como si quisiera castrar a los hombres?
—Ya que no hemos charlado desde hace tiempo, sé… bueno, mierda, espero que mis bolas estén a salvo —continuó, como siempre lo hacía—.Pero todavía siento como si debiera cubrirme.
Paula cerró los ojos y respiró hondo. Después de un segundo, dio un paso dentro de la puerta y se obligó a mirar a los ojos del más joven hermano Alfonso—Te debo una disculpa.
Patricio abrió la boca, pero lo que él iba a decir murió en sus labios. — Vamos, ¿de nuevo?
—Una disculpa —dijo entre dientes—. Tienes todo el derecho a que yo no te agrade. No por las cosas que dije o cómo arreglé tu caso. Eras una caminante y fiestera erección seis días a la semana.
Sus ojos se estrecharon.
—Necesitabas mi ayuda. Espero… Espero que algún día llegues a ver eso. —El fondo de su garganta quemaba y sentía el feo ardor de las lágrimas construyéndose—. Pero lo que le hice a Barbara estuvo mal. No debí haberla chantajeado y no debí haberla hecho sentir como si fuera escoria ni nada. Es una mujer muy buena y la forma en que la traté estuvo mal. Así que lo siento.
Ahora Patricio la miraba fijamente como si ella se hubiera quitado su chaqueta y estuviera sacudiendo sus senos en su cara.
La oleada de emoción llegó hasta sus ojos y su labio inferior tembló mientras ella luchaba por no perder la cabeza. —Sé que nunca me perdonaras por eso. No espero que lo hagas y esa es probablemente una buena razón de por qué esto es realmente inútil… tengo algo con Pedro —Y ahora divagaba. Genial. Pero no podía parar—. Quiero decir, no te gusto. Tampoco a Barbara y estoy segura de que Pablo no piensa muy bien de mí.
—Nunca dije eso —dijo una voz desde detrás de Patricio.
Patricio se volvió y Paula vio a Pablo descansando justo fuera de la puerta de entrada de la sala de estar. ¿Cuánto tiempo había estado allí?
—Nunca he dicho que no me agrades —dijo de nuevo, con la cabeza ladeada de la misma manera que Patricio—. En realidad no te conozco, y por lo que sé, bueno…
—No es bueno. Lo sé. —Su corazón martilleaba mientras las palabras se formaron en sus labios—. Pero yo…
—Realmente parece que quieres golpear a alguien en las bolas —dijo Pablo, elevando su ceja—. Si quieres patear a Patricio, no voy a detenerte.
—¿Qué? —Patricio miró a su hermano con el ceño fruncido—. ¿Qué mierda, hombre? Me gustaría que mis pelotas estén en buenas condiciones de trabajo más tarde.
—¡Yo no quiero patearle a nadie en las bolas! —gritó ella.
—Es bueno saberlo —dijo la voz que quería oír, que necesitaba oír.
CAPITULO 45
Todo estaría bien.
Su apartamento había sido prácticamente restaurado. El seguro de alquiler había cedido y el nuevo mobiliario había llegado. La nevera estaba abastecida con alimentos frescos y varias bolsas de compra se encontraban en su dormitorio, listas para ser vaciadas y acomodos los objetos.
Los días que siguieron al ataque de Elias fueron un borrón.
Entre la policía y la visita al hospital que Pedro insistió, las primeras veinticuatro horas después estuvieron llenas de preguntas y cortas respuestas.
Aprendió que Elias había perdido su trabajo poco después de que rompiera con él debido a problemas de rendimiento y tenía una demanda por negligencia avecinándose. Paula no había tenido la menor sospecha ni siquiera cuando lo vio la semana pasada en la cafetería. La policía creía que Elias de alguna manera retorció el rompimiento con la pérdida de su trabajo y se obsesionó con ella.
Una parte de ella todavía estaba sorprendida de haberlo juzgado tan mal, sus clientes y a prácticamente todo el mundo. Ni una sola vez se le ocurrió pensar que podría tratarse de alguien como él y la idea de que Elias hubiera estado tan enojado por el rechazo todo ese tiempo aún la
aturdía.
El hombre estaba enfermo.
Paula vagaba de una habitación a otra, poco consciente de lo que hacía. Le iba a tomar un largo tiempo poder olvidarse de la mirada enloquecida en los ojos de Elias, lo cerca que el cuchillo estuvo de atravesar su piel. Ver la muerte en sus ojos no era algo que quisiera repetir alguna vez.
Si no hubiera sido por Pedro ahora estaría muerta.
Pensar en su nombre hizo que se formaran nudos en su vientre. No lo había visto desde que salió del hospital, pero llegaría en cualquier momento. La había llamado porque quería hablar con ella y acepto. No estaba segura de por qué. No se sentía preparada para hablar con él, de tener la conversación que necesitaban.
Después de lo que pasó con Elias, estaba convencida de que entrar en cualquier relación era una mala idea. Su madre estaba loca y Paula podría volver locos a otras personas, eso probablemente explicaba la atracción de Pedro hacia ella.
Se echó a reír, pero el sonido fue áspero. Pasando las manos por sus vaqueros, entró en la sala y se sentó al borde del sofá, su espalda rígida, y esperó.
Treinta minutos más tarde alguien tocó a su puerta y el corazón saltó de su pecho, cayendo sobre la alfombra y haciendo un pequeño salto.
—Puedes hacer esto —susurró ella, de pie. Se le ocurrió mientras se dirigía a la puerta que si estuviera a punto de hacer lo correcto, ¿por qué tenía que convencerse de ello?
Pedro provocó que su aliento se enganchara en su garganta
mientras entraba en su apartamento. Su cabello recogido mostrando los planos de sus pómulos y la fuerte curva de su mentón.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó.
Forzó una sonrisa débil. —Me siento bien. ¿Tú?
—Mejor ahora. —Extendió la mano, sus dedos yendo hacia el hematoma en su mandíbula, pero ella se hizo a un lado, evitando su contacto. Él frunció el ceño—. ¿Tu mandíbula te duele?
—Apenas lo siento. —Esa era una verdad a medias. De vez en cuando, si no tenía cuidado, dolía. Ella se dirigió a la sala, necesitando moverse del pequeño espacio de su entrada—. Um, ¿quieres algo de beber?
El ceño fruncido en el rostro de Pedro se profundizó mientras se sentaba en el sofá. —No. Ven y siéntate conmigo.
Ella vaciló, pero la expresión que apareció en su cara le dijo que si no lo hacía, era probable que la cargara y lanzara su culo en él. Así que se sentó en el cojín más lejano. —Fue muy amable de tu parte venir hasta aquí —dijo, después de un rato de silencio—. Pero como puedes ver, lo estoy haciendo bien.
Sus cejas se elevaron. —¿Muy amable de mí parte venir hasta aquí?
Asintiendo, corrió sus palmas sobre sus rodillas y se centró en la ventana. —¿Puedes decirme cuánto te debo por tus servicios? Me temo que el costo por reparar mi Lexus será caro, pero como he dicho, tengo dinero…
—¿Hablas jodidamente en serio? —explotó Pedro.
Ella saltó, su mirada moviéndose hacia él bruscamente. —No estoy segura de entender tu pregunta.
—¿No lo estás? —Furia oscureció sus ojos a un azul de medianoche profundo—. No vine aquí para darte una factura. No es como si te fuera a cobrar.
Sus labios se separaron. —Tengo que pagarte. Tengo dinero para el Lexus, para tus servicios…
—¿Servicios? —Escupió la palabra, un músculo saltando en su mandíbula—. Te ayudé porque quería, Paula. Ni una sola vez te dije que iba a cobrarte.
Ella lo miró fijamente, su corazón golpeando fuertemente. —¿Por qué harías esto gratis?
Pedro negó con la cabeza mientras se levantaba. —Sabes, esto es un poco insultante. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Es tan difícil para ti imaginarlo?
Aparentemente.
Él maldijo por lo bajo. —Me preocupo por ti. Esa es la razón por la que te ayudé. No tiene nada que ver con otra cosa. Y la razón por la que estoy aquí es porque me preocupo por ti.
Esas palabras se formaron en la punta de la lengua de ella —esas dos palabras— pero no podía decirlas. Todo en lo que podía pensar era en su madre diciéndole esas palabras a cada hombre que se le cruzaba, y esas palabras dejaban un rastro de destrucción a su paso. Una parte de ella sabía que eso era estúpido, pero no podía superarlo.
Pedro bajo la mirada hacia ella. —Te preocupas por mí.
Demonios, apostaría todo mi dinero a que estás enamorada de mí.
Ella se quedó sin aliento. —Eso no es…
—Eres una mala mentirosa, Paula. Tomaste una bala por mí.
—No lo pensé cuando pasó. No lo hice…
—Mentira. Te lo he dicho antes y todavía lo sostengo. Después de todo lo que ha sucedido, ¿no puedes admitir lo que sientes? ¿Sigues dispuesta a esconderte detrás de esos viejos miedos? —Exigió, golpeando las viejas heridas con una precisión que era sorprendente—. Tú no eres tu
madre y yo no soy un tipo al azar quien va a cambiarte o te romperá corazón. Eres una mujer adulta, Paula, que no tiene miedo de enfrentarse a nadie, pero estás aterrorizada de ti misma.
La ira relampagueo dentro de ella, queriendo abrirse paso sobre su inquietud. Sus palabras…
—Eres un montón de cosas, Paula. Eres hermosa y tenaz como nadie más. Eres inteligente y decidida. Eres muy buena en tu trabajo — dijo sosteniendo su mirada—. Pero eres una cobarde. Y será mejor que despiertes antes de que la mejor jodida cosa salga de tu vida y termines igual que tu madre.
Aturdida por lo que dijo, lo único que podía hacer era sentarse allí y cuando no respondió, Pedro maldijo entre dientes de nuevo. —Ya te dije que no me importa eso de la persecución, y no tengo ningún maldito problema con perseguirte, pero me niego a correr detrás de un fantasma.
Y eso es lo que eres si no puedes superar el pasado con tu madre. No voy a perseguir a un fantasma.
Luego se giró, sus largas piernas recorriendo rápidamente la
distancia entre ella y la puerta. Y entonces… entonces se fue, cerrando de un portazo tras él.
En el momento en que Pedro se marchó, ella sabía, sin duda, que había cometido el mayor error de su vida. Estaba justo ahí, golpeándole en su cara.
Todo lo que él había dicho era cierto.
Ella era una cobarde.
Y la mejor maldita cosa que le había sucedido acababa de salir por la puerta.
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