lunes, 6 de octubre de 2014

CAPITULO 1




Extendidas a través de la mesa de café recién pulida, veinte cartas estaban abiertas y boca arriba. Un ligero olor a limón se quedó en el aire, un aroma que a Paula Chaves le recordaba a la casa de su abuela. La Abuela Chaves tenía una loca obsesión por el Pine-Sol, como si para ella fuera una versión geriátrica de la cocaína en crack. Todo, incluyendo los pisos de madera, era rociado con ese material. De pequeña, Paula pasaba muchas de sus tardes después de la escuela usando el pasillo de la planta baja de aquella silenciosa casa como si fuera un suelo donde deslizarse.


La Abuelita siempre mantenía todo ordenado y limpio, hasta el punto de bordear lo inquietante, lo que explicaba por qué Paula, como adulto, no podía soportar las cosas mal colocadas o desordenadas. Todo tenía que estar en orden y tener un propósito.


Y lo que estaba sobre la mesa de café, sin duda no era parte del plan, de cualquier plan.


Paula respiró hondo y soltó el aire lentamente. —Bueno, mierda en un cagadero.


La abuela se retorció en su tumba.


Maldecir era impropio de una dama, y mientras Paula se esforzaba por mantener una imagen sensible y responsable, en privado, maldecía como un matón callejero en medio de un negocio de drogas que no iba bien. Un hábito que comenzó en la escuela secundaria, y que no había sido capaz de romper desde entonces.


Se inclinó hacia delante y tomó la carta más reciente, la que el correo entregó ese día, la que estuvo temiendo desde febrero.


Después de trabajar para reparar la notoria reputación (lo cual hizo de manera espectacular, como siempre) de Patricio Alfonso, lanzador estrella de los Nacionales, decidió quedarse en Washington, D.C. Había algo en la capital de la nación que le atrajo, y realmente no tenía nada que la atara a Los Ángeles, nada que la tuviera anhelando volver a casa mientras viajaba por trabajo. Todo lo que tenía allí era un pequeño apartamento, y además, había querido salir de la ciudad por otros motivos.


Como las cartas extendidas sobre la mesa.


En su mente, mudarse a D.C. debería haberlas detenido, porque, en serio, ¿quién pondría tanto esfuerzo para encontrarla al otro lado del país, en una zona horaria diferente? Alguien que estaba absolutamente psicótico.


Y, bueno, ese era el problema.


Suavizando el cabello suelto de sus sienes, maldijo de nuevo. Una bonita, pequeña y jugosa palabra con M. Sus manos no estaban temblando. Estaba bien. No eran más que cartas estúpidas de alguien que estaba obviamente en el lado loco de las cosas. Las cartas no podían lastimar a la gente.


Pero esas cartas...


Paula recogió la más nueva, sus labios comprimidos en una tensa línea apretada, que seguramente le daría arrugas prematuras. Un estremecimiento se abrió camino por su espalda mientras leía la carta por décima vez.


—Dios —susurró, sacudiendo la cabeza.


Aquella carta no era muy diferente de las diecinueve que llegaronnantes. Todas habían sido molestas y un poco inquietantes, pero nada importante, porque después de todo, había hecho más enemigos que amigos en el último par de años. Pero esa la aterrorizaba. La hacía sentirse
sobreexpuesta y paranoica, como si alguien estuviera acechándola.


—Obviamente alguien lo está, idiota —murmuró, deseando que su mano dejara de temblar.


El sobre donde la carta llegó era blanco y en esa ocasión, a
diferencia de todas las otras veces, el sello postal era de Arlington, Virginia. Las anteriores llegaron desde San Fernando Valley, California.


La carta en sí era normal, de impresión barata. Delgada y sin ningún tipo de adorno. ¿No merecía al menos cartoncillo y un bonito borde floreado? Bufó, pero el humor fue de corta duración. Las palabras en el papel no eran divertidas.


Perras como tú no merecen vivir cuando todo lo que hacen es arruinar vidas.


Qué frase inicial tan encantadora, pensó. La carta seguía, desde allí y al igual que las otras, divagando sobre cómo no debería ser capaz de dormir por la noche, y que él o ella (supuso que era un él) estaría observándola. La gran diferencia en esta ocasión, además del hecho de que la había encontrado en DC, era el final.


Te veré esta noche.


Se quedó sin aliento y la presión se apoderó de su pecho.


No importaba cuántas veces leyera la última línea. Cada vez que sus ojos se arrastraban a través de esas cinco palabras, sentía la quemadura construyéndose en su garganta. 


Quería gritar, y ella nunca gritaba.


Colocando la carta al lado de las otras en una línea ordenada, se puso de pie con las piernas débiles. Sus dedos helados y entumecidos, mientras caminaba a través de la sala, hacia la ventana que daba a la ocupada calle de abajo. Había un embotellamiento en el tráfico debido a la
hora pico y las aceras estaban llenas. Ramas con unas pocas flores de cerezo que florecían tardíamente se balanceaban en la distancia.


Su mirada se movió de las flores de color rosa tenue hacia la gente apresurándose por la acera y caminando a través de la calle, esquivando taxis y limosinas.


Podría él estar allí en este mismo segundo, mirándola?


No.


Se detuvo a si misma de alejarse de la ventana, de hundirse en el miedo, y cerró los ojos. De ninguna manera podía permitirse pensar eso.


Entonces terminaría como su madre. No dejaría que ese... ese hijo de puta le hiciera esto. Sólo ella tenía el control de su vida y sus opciones.


—Enfócate —se dijo, frotando pequeños círculos a lo largo de sus sienes.


Apartándose de la ventana, abrió los ojos. La habitación era de diseño minimalista, los colores apagados en negro y gris. 


Cuando era niña quería que todo fuera de brillantes colores como el arco iris. Eso fue antes de que hubiera desarrollado algo llamado gusto.


O antes de que terminara con un palo en el culo.


¿No era eso lo que Patricio le dijo una vez durante el tiempo que trabajaron juntos? No fue el primero en decirlo. O el último.


Sus tacones sonaron en el piso de madera mientras se dirigía de nuevo a la mesa de café. Dejó caer las manos en sus caderas, con los ojos entrecerrados detrás de sus gafas. 


Tenía que arreglar eso, tomar el control de la situación. Era la única opción. Pero hacerlo requería tomar en serio las amenazas. Ignorar las cartas, como lo había hecho durante el pasado año, era como ignorar un dolor que no desaparecería. Nada bueno podía venir de esa mierda.


Tenía que averiguar quién estaba detrás de esas cartas, y no iba a ser fácil. La Abuelita siempre le decía que sus bolas de metal —adorable— nunca le iban a conseguir amigos o un marido.


Al parecer, tenía un acosador.


Eso tenía que contar para algo.


Paula tenía una lista de las personas con motivos para estar
molestos con ella. ¿Pero enviarle cartas amenazadoras durante un año?


¿La última yendo tan lejos como para advertirle que la estaría viendo esta noche? Por supuesto, molestó a mucha gente con sus duras tácticas, pero esos hechos tenían que reducir la cantidad de sospechosos. Aunque poseía excelentes habilidades de detective, eso no era lo que necesitaba esa noche.


Necesitaba protección.


Y sabía a quién acudir.


Sólo esperaba que él estuviera usando algo más que un bóxer en esa ocasión. Aun así, no iba a quejarse de la vista que la había recibido cuando rastreó a Patricio en la casa de su hermano, hace ya casi tres meses.


A lo largo de su carrera trabajando con estrellas del deporte y actores, conoció un montón de hombres guapos, hombres que tendrían a mujeres de todo el país dejando caer sus bragas. Pero ese hombre, el mayor de los hermanos Alfonso, era oficialmente el hombre más caliente que había visto jamás. No estaba segura de sí era por su salvaje pelo largo hasta los hombros, o esos sorprendentes ojos azules. 


También pudo haber sido esos increíbles hombros anchos que harían sentir a cualquier mujer menuda, o su pecho duro como piedra y esos abdominales...


—¿Qué estoy haciendo? —se golpeó la frente con la palma de la mano, empujando a un lado esos pensamientos.


El ir a pedirle ayuda no tenía nada que ver con imaginarlo en ese bóxer, o hacer alarde de esos duros y desnudos abdominales, no importaba que tan tocables parecieran ser. 
Y lo último que necesitaba hacer en ese momento era joder mentalmente al hombre. Era muy poco probable que estuviera feliz de verla, pero como que le debía sus servicios.
Hizo un excelente papel de casamentera cuando se trató de su hermano y la Señorita Rodgers.


Todavía estaba esperando la invitación de la boda.


Recogiendo las cartas, Paula las colocó dentro de una carpeta de archivos etiquetada como “idiota” y la empujó en su maletín de cuero.


Salió del apartamento, en busca de un diferente tipo de idiota.

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