lunes, 6 de octubre de 2014

CAPITULO 2



El teléfono de Pedro Alfonso vibró en el bolsillo de sus
pantalones vaqueros, por segunda vez en la última hora. 


Tenía que seguir ignorándolo. Debía ignorarlo. Lo qué estaba pasando delante de él se merecía toda su atención. 


En cualquier otro momento, la tendría.


De rodillas entre sus piernas extendidas, Pamela estaba en una posición en la que dudaba que normalmente estuviera en su hora de trabajo, siendo una fiscal de distrito y todo. 


Pasaba las manos de arriba abajo por sus muslos, cada pasada trayendo las puntas de sus uñas pintadas de rojo al centro de sus piernas. Sus movimientos eran bien practicados. Sabía lo que le gustaba.


El corsé rojo que llevaba estaba atado apretadamente, empujando sus pechos de color caramelo hasta su barbilla. 


Algunos hombres les gustaban los senos, otros preferían los traseros. A Pedro le gustaba el cuerpo femenino en general. Todo ello. Pero cuando estaba con Pamela, se
convertía en un hombre de pechos. Esas cosas eran del material con el que los sueños húmedos se hacían.


¿Pero esa noche? ¿El último par de meses? La cabeza sobre sus hombros estaba pensando más que cualquier otra parte de su cuerpo, lo cual era una lástima.


Pamela deslizó una mano por la parte interior de su muslo. —Te he echado de menos.


Se echó a reír, deslizándose más abajo en la silla grande y
acolchonada, extendiendo más sus piernas. —No, no lo hiciste.


Sus bonitos labios hicieron un puchero. —No has venido a verme desde febrero. O a cualquier persona, por lo que he oído.


Una ceja se levantó. No le gustaba la idea de alguien vigilándolo.


—Ni siquiera has estado en el club —dijo.


—¿Y?


—No eres así. —Ella puso sus manos en la silla entre sus piernas, haciendo que Pedro arrastrara sus ojos por su impresionante pecho.


Por alguna razón, se imaginó pechos mucho más pequeños rellenando el corte de encaje y lazos.


Y había alrededor de un millón de diferentes cosas mal con eso.


Irritado, frotó la palma de su mano a lo largo de su mandíbula. El rastrojo leve le pinchó la piel. ¿Qué demonios le pasaba? Estuvo en Cuero & Encaje durante casi una hora, y normalmente para ese momento, ya hubiera estado detrás de una mujer, con las manos en sus caderas, entrando y saliendo.


—¿Quieres hablar? —preguntó Pamela, alejándose de la silla y cruzando las manos recatadamente.


Él se rio secamente. —No, cariño, pero gracias.


Elevando un delicado hombro satinado rosa, insistió—: ¿Estás seguro? Eres mal humorado y tranquilo por naturaleza, bebé, ¿pero desaparecer durante meses? Estaba preocupada.


Pedro se tragó otra carcajada. Eso era poco probable. Pamela estaba bien, muy bien, incluso. Y sus gustos sexuales... combinaban, pero cuando no estaba alrededor, siempre había alguien más. Al igual que él, ella disfrutaba del sexo. 


Un montón, realmente, excepto que últimamente, estaba recibiéndolo sólo de su mano.


—No quiero hablar —dijo de nuevo.


Espesas pestañas bajaron mientras jugueteaba con el nudo entre sus pechos. —¿Sin hablar? Puedo hacer eso.


La vio levantarse de manera fluida. Pamela era una mujer alta, y en sus tacones que decían “ven y fóllame”, casi llegaba a los dos metros. Giró con gracia, y él obtuvo una mirada de su culo. El trozo de encaje entre sus nalgas revelaba más de lo que escondía mientras se balanceaba
dirigiéndose hacia el sillón frente a él.


Era una bonita vista… una hermosa vista. La piel de Pamela era café suave, y sabía por experiencia personal que una hora con esa mujer podía hacerte olvidar un año de vida, pero...


En cualquier otro momento estaría tan duro como una pared de ladrillos y listo para hacerlo... y hacerlo de nuevo, pero la lujuria agitándose en sus venas no era nada del otro mundo. 


Definitivamente no estaba sintiendo lo que la señorita Pamela sentía.


Ella echó un vistazo por encima del hombro mientras se mordía el labio. Todavía nada en absoluto. Puso una rodilla bien formada en la silla y se inclinó, plantando sus manos cerca de la parte superior de la silla, y luego levantó la otra pierna también. Agradable, muy agradable.


Y sin embargo, aún no había nada sucediendo en sus vaqueros.


Inclinándose, levantó su culo en el aire. —Creo que he estado siendo traviesa, Pedro.


Él arqueó una ceja. —¿En serio?


Parpadeó inocentemente. —Creo que tengo que ser castigada.


Bien, apenas había hilos de lujuria agitando sus entrañas.


 De acuerdo. Era oficial. Su pene se había tomado unas mini vacaciones a la tierra del celibato. Mierda.


Inclinando su cabeza hacia atrás, ahogó un gemido. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Era eso o pasar el rato con sus hermanos, y ¿quién en su maldito sano juicio quería hacer esa mierda? Todo sobre lo que Patricio y Pablo hablaban eran sus mujeres. No envidiaba su felicidad, pero mierda, era como pasar el rato con dos mujeres mayores. 


Especialmente desde que Patricio estaba metido profundamente en los planes de la boda.


Y si tenía que escuchar acerca de la diferencia entre marfil y blanco una vez más, iba a matar a alguien.


Maldición, si le hubieran preguntado hacía un año si pensaba que el mujeriego de los tres sería el primero en casarse, se habría reído directamente en sus caras. Pero Pablo estaba enamorado. Y también lo estaba su hermano, el jugador profesional de béisbol, Patricio. A pesar de la mierda con la que tuvo que crecer.



La cosa era, y contrariamente a la suposición de todos, incluyendo la de sus hermanos, que Patricio no tenía ningún problema con la idea de sentar cabeza. Para los que no tenían conocimiento de la crianza de los hermanos Alfonso, Patricio era el menos afectado por ella. A pesar de sus… hábitos y el hecho de que rara vez se quedaba con una sola mujer, la verdad era, que tenía el suficiente sentido común como para saber que no todas las relaciones eran como la de sus padres. Pasar tiempo con la familia Gonzales —la familia de la prometida de Pablo— le ayudó a demostrar que los hombres y las mujeres podían vivir felices juntos y toda esa mierda. En realidad, siempre había sido el menos afectado por el bastardo de su padre y el desastre de su madre.


Sólo que no había conocido a la mujer con la que quisiera estar más de un par de horas de aquí para allá, o involucrarse en cualquier aspecto de su vida.


Sí, lo has hecho, le susurró una voz molesta como el infierno.


Sí, iba a empujar ese pensamiento fuera de su cabeza.


Realmente debería largarse de ahí. La falta de interés era una de las razones por la que no frecuentaba Cuero & Encaje últimamente. Y ese era el único lugar en el que haría algo así. Nunca llevó a una mujer de regreso a su casa. De hecho, la infernal ex publicista de Patricio fue la única mujer
en poner su bonito pie a través de la puerta principal.


Su celular empezó a vibrar de nuevo.


Jesucristo.


Echándose hacia atrás en la silla, metió la mano en el bolsillo y sacó su celular. Curiosidad asomándose al ver que era el número de su oficina.


—¿Mauro?


—Gracias por contestar el teléfono en el momento oportuno —dijo una voz profunda y ronca.


Los labios de Pedro se elevaron en las esquinas. —He estado ocupado. —Lo que era una absoluta mentira, ya que todo lo que había estado haciendo era estar sentado allí, mirando a una mujer medio desnuda, con la polla más flácida de la ciudad—. ¿Qué pasa?


—Una mujer estuvo aquí, buscándote.


Arqueó una ceja mientras Pamela miraba sobre su hombro desnudo de nuevo y se lamía los carnosos labios rojos. —¿Te dijo lo que necesitaba?


—Me imagino que estaba buscando contratarnos. En realidad, a ti — respondió, y el sonido de dedos yendo a través del teclado hizo eco en el fondo—. Preguntó por ti directamente.


Extraño. La mayoría de las personas que iban en busca de sus servicios no preguntaban por él. Poseía y manejaba CCG Seguridad, y en casos muy raros, tomaba el trabajo en lugar de dejar que su equipo lo manejara. Muy raro. —¿Cómo era su nombre?


—No lo dijo.


—¿Y no se lo preguntaste? —sus cejas bajaron.


Mauro resopló. —Por supuesto que sí, pero no me lo dijo. Y antes de que preguntes, se marchó antes de que pudiera mover mi culo rengo de la silla y seguirla para preguntarle su nombre.


Hacía ya unas tres semanas, Mauro había obtenido un horrible disparo de bala en la pierna durante un servicio de seguridad en Chicago, y ahora estaba en trabajo de oficina por lo menos otras tres semanas.


Mierda que pasaba. Pedro tenía una herida de bala a juego en su brazo y muslo, de un incidente hacía unos años atrás.


Sacudiendo su culo cubierto de encaje hacia él, Pamela ronroneó suavemente.


Está bien. Eso logró llamar su atención. Sus vaqueros se apretaron en la menor medida, pero aun así. Se puso así de duro cuando vio un Dodge Charger de 1969 en perfecto estado.


Mierda.


Tal vez tenía que ver a su médico por baja de testosterona o algo así.


—¿Cómo lucía? —preguntó, deslizándose hacia delante en la silla mientras le enviaba una mirada de disculpa a Pamela.


Mauro suspiró. —Mezquina.


—¿Mezquina?


—Mezquina como acunar tus pelotas, es una dama aterradora.


Una sensación extraña se arrastró hasta la parte posterior de su cuello. —¿Qué aspecto tenía, Mauro? Sé un poco más descriptivo, si tienes tiempo.


—Tenía el pelo oscuro, marrón oscuro, a juego con ojos oscuros. 
Llevaba gafas —continuó, y la mano de Pedro se apretó alrededor del delgado teléfono—. Usaba traje de pantalón negro y zapatos de tacón negros. Te podría decir que se veía normal, pero también como el tipo de mujer…


—¿Dejó un número o algo? —lo interrumpió, esa extraña sensación ahora se arrastraba hacia su cráneo. Los músculos en su estómago se apretaron.


—Nop. Se fue cuando le dije que no estabas aquí.


Su boca se abrió, pero no hubo palabras. La imagen que le vino a la mente fue la de la Señorita Chaves. Sonaba como ella, pero eso no tenía sentido. No había ninguna razón por la cual lo buscaría. No como si no supiera donde vivía su hermano Patricio, su antiguo cliente.


No podía ser ella.


—Llámame inmediatamente si regresa —dijo.


Mauro se echó a reír. —Eso es lo que he estado haciendo. Trata de contestar el teléfono la próxima vez.


No había mucho que Pedro pudiera decir a eso. Colgó, deslizando el teléfono en el bolsillo. Su mente estaba todavía en la conversación, en la bizarra posibilidad...


—¿Estás bien? —preguntó Pamela, sorprendiéndolo.
Parpadeó y asintió.


—Pues ven y únete a mí. Me estoy sintiendo sola por aquí.
Sin pensarlo, se levantó y lentamente se dirigió hacia el sillón.


Cuando miró a Pamela, no era ella quien vio. ¿La imagen que se formó en su mente? Bueno, le gustaría decir que salió de la nada, pero no lo había hecho. La había visto un par de veces desde que esa molesta publicista apareció en su puerta, buscando a Patricio.


De rodillas sobre el sillón estaba la Señorita Chaves. Vestida en el maldito traje de pantalón negro. Excepto que su pelo estaba suelto, cayendo alrededor de su cara en ondas oscuras. Las gafas puestas. Le gustaban las gafas.


Y ahora Pedro estaba duro como ese maldito muro de ladrillo en el cual había estado pensando antes.


¿Buenas noticias? Su pene funcionaba.


¿Malas noticias? Mierda. Había muchas cosas malas en esto.


La mirada de Pamela cayó por debajo de su cinturón, y sus ojos se iluminaron. —¿Eso es para mí?


Eh. No.


Abrió la boca, pero la puerta se abrió de forma inesperada y su mentón se irguió, sus ojos entrecerrándose. Nadie en este club irrumpiría en cualquiera de las habitaciones a menos que se les haya invitado.


Existían reglas, por el amor de Dios, y...


Santa Mierda.


En el tenue resplandor rojo de la pequeña luz de arriba, una ligera forma apareció como una aparición, directamente desde las sombras y sus fantasías.


La Señorita Chaves estaba justo dentro de la habitación, apretando un archivo contra su pecho como si fuera una especie de escudo. Detrás de sus gafas, sus ojos se movieron de él a Pamela y viceversa. Un rubor rosa coloreó sus mejillas, y mierda, se puso más duro.


Su expresión se mantuvo calmada, sin embargo, mientras se aclaraba la garganta. —Tenemos que hablar.

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