martes, 7 de octubre de 2014

CAPITULO 4



Al momento en que esas palabras salieron de su boca, Pedro supo que las quería decir. Tal vez cuando primero se habían formado en su lengua, las estaba diciendo sólo para molestarla, pero algo en la Señorita Chaves sacaba un lado bromista de él. Se había metido bajo su piel desde el primer momento en que la conoció.


Paula abrió y cerró la boca un par de veces, llamando su atención a esa interesante parte de su cara. Sus labios estaban desprovistos de cualquier maquillaje, ni siquiera un leve rastro de desvanecido lápiz labial, pero eran más plenos de lo que recordaba, y apostaría que serían suaves si no estuvieran siempre en una tensa y apretada línea.


—Voy a fingir que no dijiste eso —dijo ella, su voz, como era de esperarse, nivelada.


Pedro se preguntó si algo realmente llegaba a la mujer. —Yo no voy a fingir.


—Eso... Eso fue... Eso fue tan inapropiado que no sé ni por dónde empezar. —Se acercó, quitándose las gafas. Por el segundo más breve, vio su rostro por primera vez sin ellas, antes de que se las colocara de nuevo.


Sus ojos eran oscuros, casi negros, pero se veían menos fríos sin la barrera de cristal entre ellos y el mundo. La piel alrededor de ellos estaba libre de arrugas, y sus pestañas eran gruesas, increíblemente largas. Se reclinó, con la mirada buscando en su rostro. Arrugaba la nariz y, aun así, su piel apenas se fruncía. Con el ligero rubor rosa manchando sus mejillas, se veía juvenil, más joven de lo que nunca imaginó. Sus ojos se estrecharon.


—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, de repente dándose cuenta de que no podía ser tan mayor como creía en un principio.


—¿Qué? —Ella se pellizcó el puente de su nariz, apretando sus ojos cerrados.


Inclinó la cabeza hacia un lado, con las cejas bajando. —¿Cuántos años tienes?


—¿Cuántos años tienes tú? —replicó.


—Tengo treinta y tres. Responde a mi maldita pregunta.


—Me estás dando dolor de cabeza. —Deslizó sus gafas hacia atrás—. Mi edad no tiene nada que ver con el por qué estoy aquí. —Se detuvo y luego añadió entre dientes—: Ni siquiera sé por qué estoy aquí.


Molesto, porque estaba acostumbrado a la gente haciendo lo que él quería, se cruzó de brazos. —¿Por qué no sólo respondes la pregunta?


—¿Por qué lo haría? No quieres trabajar para mí. ¿Necesitas asegurarte de que soy mayor de edad para un buen polvo? Porque puedo decir dos cosas de las que puedes estar seguro. —Su mano libre formó un pequeño puño—. Definitivamente soy mayor de edad, y tu polla no estará cerca de mi cuerpo.


Una sonrisa tiró de los labios de Pedro —Que increíble boca
tienes.


Lo miró fijamente durante un buen medio minuto y luego explotó como un cohete de botella. —¡Por el amor de Dios, hablar contigo es imposible! ¡Al diablo! ¡Olvida incluso que vine, porque este fue el viaje más inútil que he hecho jamás!


Parpadeó, sorprendido por su arrebato. Y encendido,
completamente, cien por ciento balanceando una furiosa erección.


Definitivamente había algo malo con eso, pero no se sorprendió. Le gustaban las mujeres respondonas.


Y ésta era un volcán.


Un volcán que estaba yéndose.


Paula tiró de la puerta y casi perdió el equilibrio. Pamela debió cerrarla con llave al salir, algo que deberían haber pensado antes, pero por otra parte, Pedro no podía encontrarse lamentando la interrupción de Paula.


Maldiciendo hasta por los codos entre dientes, destrabó la puerta y la abrió. En cuestión de segundos, desapareció en el sombrío pasillo fuera de la sala privada.


Pedro comenzó a ir tras ella, pero se detuvo.


—Mierda —murmuró, metiendo los dedos por su cabello.


Tenía que dejarla ir. Lo que sabía de ella, que no era mucho, pero sin duda lo suficiente, era que la mujer no sería nada más que problemas.


Eso era lo último que necesitaba en su vida en estos momentos. No importaba que su aspecto tuviera a su polla despertando de su mayormente inconveniente letargo. Y lo más desquiciado era que aún estaba duro.


Maldición, ella olía bien. Como el aroma de una flor que le recordaba a la primavera, pero no podía ubicar cuál era.


Y ahora estaba pensando en cómo olía. Jooooder.


Dejar que se vaya por donde vino era lo más inteligente que podía hacer. Por lo demás, ¿qué demonios hacía todavía en esta ciudad? Su tarea como publicista de su hermano terminó en enero y por lo que sabía por Patricio, vivía en California. Así que, ¿Por qué seguía aquí todavía?
¿Incluso importaba?


Pedro se dijo a sí mismo que no, pero, y siempre parecía haber un pero, ¿qué pasaba si ella estaba en problemas? ¿Y él le había dicho que prefería follarla que protegerla? No se sentía mal por decir eso, pero Jesús, ni siquiera miró esas cartas.


Mordió una amarga maldición. Las cartas no eran serias. La clase de mierda que veía y con la que trataba de forma regular hacía que las cartas amenazantes parecieran algo que un niño haría. Por no mencionar el hecho de que Paula tenía que tener una lista tan larga como su pierna cuando se trataba de enemigos que querían asustarla.


Por supuesto, nada de eso lo hacía menos imbécil.


Dejando caer su mano, meneó la cabeza. Recibir cartas amenazantes no justificaba un destacamento de seguridad personal en cualquier situación. No había estado bromeando cuando le dijo que las personas protegidas eran amenazadas por gente muy peligrosa, pero una punzada
de culpa aún agitaba su estómago. No la había tomado en serio, ni siquiera había escuchado su historia.


—Mierda —dijo de nuevo.

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