jueves, 9 de octubre de 2014

CAPITULO 10



Podía sentir sus ojos sobre ella cuando empezó anotando nombres de antiguos clientes y sus asociados que podrían potencialmente tener resentimiento hacia ella. Estaba Michelle Ward, una jugadora profesional de tenis que se volvió adicta a los analgésicos después de una lesión en la
rodilla. Paula prácticamente la secuestró y abandonó en rehabilitación bajo el ardid de visitar un nuevo spa. A pesar de que Michelle se alejó de las drogas y volvió a jugar profesionalmente otra vez, nunca consiguió superarlo.


Luego Jennifer Van Gunten, una actriz cuyos hábitos de fiesta y su novio problemático casi destruyeron su carrera. El seguro que las compañías de producción tuvieron que sacar para alguno de sus papeles fue astronómico, y lo primero que Paula tuvo que hacer fue poner fin a los vínculos de la joven actriz con su novio y amigos. Dudaba que fuera alguno de ellos, ya que la multitud con la que Jennifer se codeaba estaba formada por todos los niños mimados y ricos, quienes probablemente lo habían superado rápidamente, pero escribió sus nombres de todas formas: Brent King, el novio con el que terminaba y volvía y distribuidor de poca monta. Los pocos altercados que tuvo con él en el pasado no fueron bonitos. El tipo tenía un problema de ira. Una vez, cuando tuvo que arrastrar a Jennifer fuera de un club, la noche antes de una comparecencia ante el tribunal, Brent la había golpeado, y vagamente recordaba que él tuviera algunos vínculos en el área de Washington D.C.


Pero, de nuevo, era un niño rico malcriado. Ella dudaba que incluso la recordara.


También William Manafee, un jugador de fútbol cuyas prácticas fuera del campo, al igual que las de Patricio, comenzaron a ganar más prensa que su capacidad de jugar a la pelota. La gran diferencia era que William estaba casado y, mientras que su esposa permanecía mayormente
en la oscuridad, Paula la usó como ventaja. William estuvo limpio, pero su esposa escuchó una de sus conversaciones, y ahora su pensión mensual era tanto como su salario anual. Él culpó a Paula por su incapacidad en mantener su polla en los pantalones.


Había unos pocos clientes más con quienes trabajo que podrían sentir rencor por una razón u otra, y rápidamente garabateó cada nombre en el papel. Casi había terminado cuando decidió añadir un nombre más, y luego deslizó la hoja hacia Pedro.


Echó un vistazo a los nombres, y ella supo el momento en que llegó a la final, porque sus cejas se alzaron. La miró a través de sus pestañas. — ¿Patricio Alfonso?


Sus labios temblaron mientras se encogió de hombros. —No estaba muy contento conmigo.


Una ceja continuó subiendo.


Ella luchó contra una risita. —Sólo bromeaba.


—Espero que sí. Sería realmente embarazoso si se tratara de él. —Le guiñó un ojo.


Sus labios se separaron en una pequeña sonrisa al imaginar las cenas de Navidad en el futuro, si ese fuera el caso. 


Entonces se echó a reír cuando su mirada cayó en donde sus dedos se posaban al borde del papel.


—Lo siento. Sólo imagino esa conversación.


Cuando no hubo respuesta, levantó la mirada y lo encontró
mirándola fijamente. Tanto que se preguntó si hizo algo mal. 


Mantener contacto visual con esos ojos claros no fue fácil. La intensidad de Pedro podría ser intimidante, y la miraba como si pudiera ver dentro de ella.


Luego sus ojos cayeron a su boca, y ella sintió que sus labios se abrían en una inhalación suave. Fácilmente recordó cómo se sintió cuando se presionó contra ella en el estacionamiento. Una pesadez llenó sus pechos, un dolor casi dulce.


—¿Tienes a alguien con quien puedas quedarte? —Preguntó él, empujándose fuera del mostrador y deslizando su papel en el bolsillo.


Paula casi se rio de nuevo, excepto que no era gracioso. No tenía a nadie. —Pensé que existía una buena probabilidad de que esta persona no fuese una amenaza enorme.


—Así que supongo que no tienes a nadie con quien puedas quedarte.—Respondió en cambio, terriblemente astuto.


Sintió que sus mejillas ardían y respondió inmediatamente a la defensiva, lo que terminó con ella mintiendo. —Tengo a alguien con quien puedo quedarme.


Sus ojos se estrecharon. —Entonces probablemente deberías hacerlo. Sólo por si acaso. No deberías estar aquí. —Él comenzó a alejarse del mostrador y luego se detuvo—. ¿Necesitas que te lleve o algo a casa de tu amigo? Puedo esperar.


Sorprendida por el hecho de que estaba siendo tan útil, le tomó un segundo responder. —No. Lo voy a llamar en unos minutos. Es tarde, y no quiero incomodarte más de lo que he hecho.


Pedro apretó la mandíbula. —No has sido un inconveniente.


Ella se echó a reír cuando se bajó del taburete. —Eres un terrible mentiroso. Interrumpí lo que probablemente iba a ser una noche muy interesante para ti. —En el momento en que esas palabras salieron de su boca, un pinchazo irracional de celos se encendió en su estómago—. Espera aquí. Te daré mi tarjeta.


Cuando regresó de su oficina, vio que él había colocado una de sus propias tarjetas sobre el mostrador. Le entregó la suya. —¿Cuánto te debería por verificar antecedentes y hacer algo de investigación?


Él se detuvo en la puerta, con la cabeza inclinada hacia un lado. — ¿Quién es “él” con quien te vas a quedar?


Al principio, no entendió lo que quería decir. —Un amigo.


—¿Un amigo como Pamela? —Preguntó.


En lugar de responder a la pregunta, sonrió. —¿Qué te debo por esto?


Al salir al pasillo tranquilo, Pedro se enfrentó a ella. —Deja que te lleve a la casa de tu amigo.


Uh, no. Eso no iba a suceder. —Eso no es necesario, pero gracias.


—No es ningún problema.


Su columna vertebral se puso rígida. —No he dicho que fuera un problema para ti, pero no es necesario.


Él la miró fijamente durante un largo momento. —Lo digo en serio, Paula. No te quedes en este apartamento.


Paula cambió su peso de un pie al otro. Quedarse aquí sería
estúpido. Francamente, la idea de estar sola en el apartamento en ese momento, a sabiendas de que alguien estuvo allí, la asustaba. Iba a tener que registrarse en un hotel. —No lo haré.


Pedro tenía la cabeza ligeramente inclinada. A través de las
capas de su ropa almidonada y rígida, sentía su mirada recorrerla desde la punta de sus zapatos a la parte superior de la cabeza. Sus labios se curvaron mientras su mirada se cruzó con la de ella. —Te concederé eso, Señorita Chaves.



Después de que Pedro se fuera, Paula recogió rápidamente ropa para un día o dos y algunos objetos personales. 


Empacó ordenadamente y salió del apartamento después de llamar a un taxi.


Había clamado anteriormente no haber sido una persona terrible, pero eso no era del todo cierto. Por supuesto, tampoco era una gran persona.


La paranoia siguió causando que mirara por encima del hombro al vestíbulo iluminado mientras esperaba que el taxi llegara. Terminó registrándose en un hotel a poca distancia de su oficina.


No era un mal hotel, pero sin duda no era un cuatro estrellas. El lugar tenía un ligero aroma a almizcle, pero era lo mejor que podía conseguir en medio de la noche.


Diez minutos más tarde fue ubicada en una habitación en el
segundo nivel que, por desgracia, no se hallaba lo suficientemente lejos del bar. Cerró la puerta detrás de ella, tiró el cerrojo, y rodó su maleta hasta la cama. Mirando alrededor de la pequeña habitación, la cama grande con
pequeñas almohadas cuadradas y el mostrador genérico junto a un televisor, dejó escapar un profundo suspiro. La conversación y la risa ahogada hizo su camino a través de los gruesos muros, viajando desde el bar al final del pasillo.


Por alguna razón, el escucharlo, escuchar personas felices, riendo y viviendo, mientras ella se encontraba de pie en una habitación de hotel que olía a... cerillas quemadas, la afectó.


Se dejó caer en la cama, deseando haber tenido la precaución de tomar un cartón de helado de su congelador.


Se sentía como que iba a ser una de esas noches de “Mira tu vida, mira tus decisiones”, y necesitaba chocolate para hacerle frente a esa mierda.


Sintiéndose más sola de lo que se había sentido en muchos años, se deslizó al otro lado de la incómoda cama y llevó las rodillas contra su pecho. Suspiró, dejando caer la barbilla sobre ellas. Iba a ser una larga noche.

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